Está frío ahí afuera. La biblioteca pública da abrigo en invierno igual que refresco en verano. Entre sus muchas funciones está la de cobijar a personas que ni querrían ni podrían pasar esas horas en espacios más privados como son los bares o más abiertos como son las plazas.
Las estanterías llenas de libros son como trincheras a las que bajar a refugiarse cuando arrecia el viento. Entre ellas, el relativo silencio es como un paréntesis, mientras ahí afuera rugen la ansiedad de los automóviles y el murmullo de todas las cargas y descargas callejeras.
En momentos de depresión, qué mejor guarida que pasear por una librería, pese a no poder comprar ni todo ni a veces nada de lo que nos interesa, solamente el rozar los lomos de las encuadernaciones, el ojear del ojo y el hojear de la hoja, el giro leve del cuello para leer de lejos un título o un nombre, todo eso ya es un bálsamo para cualquier pena.
Toda la vida esos renglones de libros, esos montones de libros, esos paisajes de libros, han aclimatado mis humores. Ya fueran los primeros que tuve en casa, los muchos más en alguna feria, los miles en las bibliotecas. Siempre ahí, pese al frío. O mejor aun, contra el frío.